miércoles, 5 de enero de 2011

Pichincha (Sergio Contemori)

Descubrió a su marido. Lo descubrió. No le hizo falta salir del hogar ni husmear sus camisas para constatar huellas de rouge. Descubrió a su marido. Lo descubrió por una prueba irrefutable y deplorable. El amor pareció haber durado una quimera de puerto. La Pichincha oficial duró 23 años. Desde 1919 hasta 1932. Comprendía el perímetro que limitaban las calles Güemes, Ovidio Lagos, Salta y la Avenida Francia. Aquello no era Sunchales. La gente se confunde. Sunchales era lo que estaba al Este de ese contorno. Sunchales era el apodo de la Estación Rosario Norte. A Gervasio, que así se llamaba, ella lo había conocido en uno de sus viajes en tren. El viaje de la prostitución duró más que el del barrio. Ya se ejercía desde que recalaban barcos y otras embarcaciones. En cada geografía del mundo donde hay puerto, hay explotación sexual y Rosario, la boca de salida del Granero del Mundo, siguió esa ley. Los ranchos fueron los primeros reductos en donde las ninfas, en muchos casos obligadas, ofertaban sus cavernas y sus alpes. A medida que la zona se urbanizó, el negocio adoptó perfiles más sofisticados y redituables y la Municipalidad le fijaba un nuevo radio. Porque, y aunque a ella se le hiciera terrible reconocer que él tenía razón en lo que afirmaba, el negocio era considerado legal, tanto como abrir un almacén. Por eso la Municipalidad no clausuraba nada, sino que le daba perímetros nuevos. Como ya se leyó, Pichincha comenzó, de manera oficial, en 1919. Por aquel entonces, imperaba la Zwi Migdal, una organización internacional de trata de blancas y explotación de mujeres, anterior a la apertura del barrio.

Se decía que sus maniobras hubieran sido imposibles sin que mediara consentimiento y connivencia dolosa de parte de las autoridades. El puerto comenzó a funcionar mucho mejor. Con la inmigración, la ciudad ascendió. A ella le encantaba charlar con gente de otros países. Le gustaba escuchar las cadencias de los otros idiomas. En las noches, cuando él estaba de buen humor y lúcido para escucharla, ella imitaba el fraseo de las francesas, las polacas y las italianas. Pichincha creció. La prostitución también. Resultó ser algo a gran escala y el barrio se edificó al unísono. Desde antes, los trámites sexuales se negociaban en casas de planta baja y planta alta, en departamentos, en lugares que ella no lograba imaginar. Sin embargo, en Pichincha todo fue similar. Todos los prostíbulos eran semejantes. Tenían entrada con mayólica checoslovaca, una puerta cancel, el patio, habitaciones que daban ahí, un techo corredizo, los gobelinos, una estufa de hierro, tenían una sombría mitología. Los había de diferentes precios. Un peso, dos, y en el Madame Safo, el más caro de todos, cinco pesos. Ella siempre les explicaba a su hermana y su cuñada, cuando venían por las tardes a matear y comentar los acontecimientos del diario, que el vecindario se llamaba así por el nombre de una batalla que libró el ejército libertador cuando cumplía la campaña homónima de Sudamérica. Simón Bolívar la peleaba en el Norte y José de San Martín en el Sur. Cuando las tropas llegaron a Ecuador, combatieron en una planicie donde hay un volcán llamado Pichincha, que muchos años después, en 1999, entraría en erupción. La que entró en erupción fue ella cuando descubrió a su marido, una insolencia masculina advertida por su madre el mismo día del -Sí quiero-. Se decía a sí misma cuánto le hubiera servido tener aunque sea un ápice del carácter de la intrépida Raquel Libermann, esa prostituta que promovió el ocaso de Pichincha.

Al que también contribuyó el médico municipal de la higiene, hijo de Juan Alvarez, fundador de la Biblioteca Argentina. Aquel doctor presentó un informe en el Concejo Deliberante que se debatió y fue aprobado. El mismo establecía que, más allá del exámen médico que semana a semana respondían las cortesanas, las enfermedades venéreas iban en aumento y el contagio se expandía. Por eso, en 1932, los prostíbulos fueron cerrados y todo quedó como vacío. Cuando ella descubrió a su marido, el universo unido le pareció una gran mole de nada. Nada de lo que pasó con la clausura detuvo el avance de la prostitución. Los burdeles se trasladaron a los pueblos. En Rosario, aparte de Pichincha, cada barrio tenía uno. En 1935, a raíz de unas elecciones, se produjo una suerte de reapertura, pero fue por eso nada más. Después lo cerraron otra vez. En este párrafo aparece el recuerdo de Humberto de Saboya, hijo del rey Víctor Manuel. Cuando vino a la ciudad, probablemente a colocar una placa o inaugurar un sector en el Hospital Italiano, le ofrecieron grandes recepciones. Se comenta que en un momento determinado todas las luces de Pichincha tuvieron que ser apagadas para que el tipo entrara a sosegar su fiebre y saliera sin ser visto por nadie. Gervasio también pensó que nadie lo vería. Sin embargo, lo descubrió. Ella lo descubrió. Quizás él estuvo con la Sarmiento, a la que le decían así porque no había faltado nunca. O libó el delgado néctar de Milonguita, que era tan flaca que se ponía algodones en las mejillas. O estuvo con la Madame Georgette, cuyo verdadero nombre era María Peña López y trabajaba en el Petit Trianon. Se comenta que hubo una, La Gallega, que batió récords. En una noche despachó a treinta señoritos en un prostíbulo de un peso. Y otra noche, a cincuenta en uno de dos pesos. Afroditas de cobre, magnolias de ule, esclavas de la Chicago argenta. Hubo muchas, hubo tantas, pero no hubo ni un solo artilugio para desmentir aquella foto. Ella la vio y lo descubrió. Hay que destacar que todos pasaban por Pichincha. Políticos, gobernadores, señores de dinero, camaleones de mentados apellidos, artistas; de Gardel para abajo, todo el mundo. En los prostíbulos no se bailaba el tango, a excepción de que algún adinerado armara su propia fiesta. Ahí sí las puertas se cerraban y se bailaba. En alguna de estas casas había una pianola. Uno le echaba 10 o 20 centavos y la maquinita tosía un tango. Nunca faltaba el jilguero que se sentaba en ella a simular que tocaba. Después de aquella foto, él no pudo simular más. Un día, el grupo de Julio Vanzo, Antonio Berni y otros compadres, andaba de rotación. Berni había traído una pequeñísima cámara fotográfica de Europa, que parecía prismáticos de teatro.

Tan diminuta era que calzaba cómoda debajo del sombrero, e incluso ya la ubicaban para disparar. Se les ocurrió, entonces, ir a los prostíbulos a sacar fotos. Se sentaban, tomaban algo, esperaban que las pupilas se desocuparan y... zas!. Una de esas fotografías salió publicada a descomunal tamaño en el diario Reflejos, medio que se manifestaba en contra del oficio más viejo del mundo en un artículo firmado por un tal Facundo. En realidad, Rodolfo Puiggrós. Sucedió un 11 de Febrero de 1932. Ella vio esa foto y lo vio. Así lo descubrió. Entonces salió inyectada hacia la redacción de Reflejos y armó un escándalo. Cuando volvió y se encontraron, Gervasio no pudo articular palabra. En cambio, ella sí. Ella no sólo articuló las últimas palabras de su matrimonio, sino que lo obligó a mudarse para siempre de Pichincha y de su vida. Cuando uno lo camina por las tardes silenciosas, esos crepúsculos donde el tornasol del cielo baja para treparse a las venas y los paisanos andan en bicicleta o charlan en la vereda, todavía suele resonar la sombra de unos gritos de mujer, los gritos de ella y los de todas las mujeres que también fueron deshonradas.





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