martes, 14 de diciembre de 2010

El Gran Cacho Tirao

Cacho Tirao (Oscar Emilio Tirao) (Berazategui, Provincia de Buenos Aires, 5 de abril de 1941 - Buenos Aires) fue un guitarrista y compositor de música folclórica argentina.

Aprendió a tocar la guitarra a los cuatro años y, al siguiente, fue premiado en su primera presentación radial.

Integró el célebre Quinteto de Astor Piazzolla de 1968 a 1971. Trabajó con Osvaldo Tarantino, Dino Saluzzi y Rodolfo Mederos y acompañó a Joséphine Baker.

Se destacó como solista virtuoso, compuso e interpretó tango, milonga, zamba, cueca, chacarera y otros diversos géneros musicales. Entre sus particulares composiciones se destacan "La Milonga de Don Taco", en memoria de su padre; "La milonga del niño deseado" dedicada a su nieto y la excelente bossa nova titulada "Sonveri", grabada para CBS en 1980 en el álbum "Selección Especial de Cacho Tirao".

Grabó 36 discos, el primero como solista en 1971 "Mi guitarra, tú y yo"; y el último en 2006, "Renacer", tras recuperarse de una hemiplejía sufrida a raíz de un accidente cerebrovascular.

Su obra más célebre es el concierto para guitarra y orquesta sinfónica "Conciertango Buenos Aires", estrenado en Bélgica hacia 1985.

Alcanzó altos niveles de popularidad en la década de 1970, cuando conducía el ciclo Televisivo "Recitales Espectaculares", al punto que una de sus grabaciones en 1978 vendió más de un millón de placas.

Muere el 30 de mayo de 2007.



jueves, 9 de diciembre de 2010

martes, 7 de diciembre de 2010

lunes, 6 de diciembre de 2010

La Calle de las Novias Perdidas (A. Dolina)


Hay una calle en Flores en la que viven todas las novias abandonadas.Al atardecer salen a la vereda y miran ansiosas hacia las esquinas para ver si vuelven los novios que se fueron. A veces conversan entre ellas y rememoran viejos paseos por el Rosedal.Por las noches se encierran a releer cartas viejas que guardan en cajitas primorosas o admirar fotografias grises.Los domingos se ponen vestidos floreados y se pintan los labios. Algunas escriben diarios intimos con letra prolija. Dicen que no es posible encontrar esa calle.
Pero se sabe que algun dia desembocara en la esquina el batallon de los novios vencedores de la muerte para rescatar a las novias perdidas y llevarlas de paseo al Rosedal.
Esto sera dentro de mucho timpo, cuando endulce sus cuerdas el pajaro cantor.
Existen por ahi infinidad de personas confiables que juran que el amores posible en todos los barrios. No habra de discutirse semejante tesis. Pero el que tuviera que vivir pasiones locas, es mejor que no pierda el tiempo en rumbos equivocados. Una historia terrible esta esperandoen Flores.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Justicia por mano propia (La Redó)


Una de las historias menos conocidas y más curiosas de la historia del fútbol argentino: el partido que se jugó sin árbitro.

El 26 de marzo de 1972, Banfield y Newell’s se enfrentaron en la cancha de Los Andes por la sexta fecha del Metropolitano. Se trataba de un partido poco relevante, y por eso no fue registrado por las cámaras de televisión. De otro modo, seguramente se recordaría más lo ocurrido.

Unos días antes, Banfield había recibido una durísima sanción. Debido a un intento de soborno por parte de sus dirigentes, la institución fue suspendida por cuatro meses. Se le dieron por perdidos todos los partidos que jugara en ese lapso, y además debía hacer de local en cancha neutral (por eso el escenario fue el field de Los Andes). El plantel del club bonaerense estaba herido en su orgullo por el seguro descenso que se venía. Entonces se habían juramentado hacer el mejor papel posible durante la suspensión. La idea era dejar todo en la cancha, jugar como si no estuviera ocurriendo, no regalar los puntos a los rivales ocasionales.

La visita del equipo rosarino era una buena oportunidad para ofrecer, al menos, un espectáculo atractivo a los fieles hinchas de Banfield, que sabían que no iban a ver a su equipo ante rivales de esa categoría durante el año siguiente. Los de Newell’s sabían que ganar no sería fácil, así que se prepararon como para cualquier otro partido.

Cuando comenzó el encuentro, llamó la atención a todos la actuación del árbitro, un tal Arturo Baver. Se trataba de un juez joven que estaba haciendo sus primeras armas en la máxima categoría. Un partido como ése le debe haber parecido a la AFA un buen fogueo para el pupilo. Sin embargo, el árbitro favoreció abiertamente a los visitantes. Como si estuviera enojado con la institución albiverde por el hecho policial en el que se había involucrado, todas las pelotas divididas y dudosas eran para Newell’s.

El favoritismo era notorio porque Baver desautorizaba a los jueces de línea cada vez que marcaban una posición adelantada o córner para Banfield. El juez cobraba para Newell’s y realizaba un gesto claro de “acá mando yo”.

La actitud era tan burda que molestó a los propios jugadores de Newell’s, que querían ganar en buena ley. No era aceptable recibir favores para ganar, no importaba si era contra un equipo condenado por sobornos. Si Newell’s era mejor, quería demostrarlo en la cancha. Además, no existía ninguna necesidad para hacerlo, no era un partido definitorio que los tentara de aprovechar la suerte que les había tocado.

Entonces, la reacción de los jugadores rosarinos durante el primer tiempo fue tocar en forma intrascendente, para dejar pasar los minutos. Los jugadores de Banfield agradecían el favor, pero tampoco querían que pareciera que el partido estaba arreglado. Ya habían tenido demasiados problemas como para ponerse en esa posición. Por eso, cuando terminó el primer tiempo los capitanes (Eduardo Pipastrelli de Banfield y Andrés Rebottaro de Newell’s) se juntaron para explorar las opciones que tenían.

Como ambos equipos querían jugar el partido, la conclusión fue que el obstáculo era el árbitro. Decidieron ir juntos a verlo al vestuario para pedirle que cambiara la actitud. Una vez dentro, se armó una acalorada discusión. En los diarios de esa semana hay información contradictoria. Unos dicen que se armó una pelea a golpes de puño entre el árbitro y los capitanes, con los jueces de línea separando. Otros que sólo hubo intercambio de gritos.

Lo cierto es que Baver decidió que el incidente era suficientemente grave para suspender el partido. Pero los capitanes no acataron la orden. Pensaban que reanudarlo en otro momento con el mismo árbitro era inútil, y preferían terminar el partido sin árbitro. Total, el juego venía siendo leal hasta el momento. Y al capitán de Banfield no le importaban mucho las implicancias legales, su equipo de cualquier manera no iba a sumar puntos.

Así que, luego de consultar con sus respectivos equipos, los capitanes se pusieron de acuerdo y las hinchadas se sorprendieron al ver que ambos cuadros salían a disputar el segundo tiempo sin terna arbitral (el juez y los líneas se habían retirado del estadio). En efecto, los jugadores estaban tomando el partido.

Para dirimir las faltas se decidió que iban a ponerse de acuerdo entre los dos capitanes. En caso de no tener la misma opinión, se votaba entre los veintidós jugadores. Y gracias a la lealtad que había en esos tiempos en el fútbol argentino, no votaban todos a favor de su equipo, sino que algunos decían sinceramente lo que habían visto. Gracias a los que se animaban a fallar en contra de su equipo, el partido logró tener la justicia que le había faltado cuando el árbitro estaba en la cancha.

Como jueces de línea, se convocó al arquero suplente de cada equipo. Cada cual marcaba el ataque contrario, y el fallo tenía que ser reconocido por los dos capitanes. Como no había banderines, usaron camisetas de Los Andes aportadas por la utilería del estadio.

Vale decir que los jugadores tuvieron especial cuidado para no ponerse a sí mismos en aprietos. Al no haber nadie que controlara, la situación podría haberse vuelto violenta, pero ocurrió lo contrario. El segundo tiempo no tuvo grandes incidencias. Cuando Newell’s se puso en ventaja, algunos jugadores de Banfield intentaron protestar posición adelantada de Mario Zanabria, pero Ricardo Lavolpe no la marcó. Esto hizo que los capitanes asumieran que el gol había sido válido.

El partido terminó con la victoria de los visitantes por 2-0. No hubo pitazo final, sino un gesto conjunto por parte de los dos capitanes que indicaba que el tiempo se había cumplido. Luego, los jugadores de ambos equipos se dieron la mano uno por uno, y casi todos intercambiaron las camisetas en señal de lealtad deportiva.

Las consecuencias en la AFA fueron severas. Los altos mandos estaban enojadísimos por la actitud desafiante de los jugadores ante la autoridad. Pero todos coincidían en que el culpable principal había sido el árbitro. Arturo Baver nunca más volvió a dirigir un partido de la AFA. Se evaluó aplicar sanciones a los jugadores y a las instituciones, pero luego de arduas negociaciones se aplicó sólo una multa simbólica de 10.000 pesos ley. Pero se dejó claro que la cúpula de la AFA no toleraría un nuevo acto de insubordinación de ese calibre. En cuanto al partido, como no había ningún interés en jugarlo de nuevo se decidió dar por válido el resultado final.

Desde entonces, no ha vuelto a ocurrir algo semejante en la primera división del fútbol argentino. Y es impensable que algo así pudiera ocurrir hoy, dada la altísima exposición de cada partido, el grado de importancia que recibe cada resultado y la escasa confianza que existe entre los jugadores de distintos equipos en cualquier partido.

Sin embargo, vale recordar el ejemplo de Banfield y Newell’s en tiempos en los que cualquiera sospecha por cualquier cosa que un árbitro está ejerciendo favoritismo.


Link:http://www.la-redo.net/justicia-por-mano-propia-46064/

Bandas Olvidadas (Nacional-Internacional)



miércoles, 1 de diciembre de 2010

El Penal Mas Largo del Mundo (O. Soriano)


El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en unestadio vacío.Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río.

Teníaun equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.

El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato
participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo
del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer
lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en
el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a
Escudo Chileno, otro club de miseria.

A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían
ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce
pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.

Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo
Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles,
quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de
Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba
todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los
nuestros.

Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos
como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban
como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje
negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los
labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de
mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros,
que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban
si eran tan malos.

Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban
apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les
aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra
húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda
Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella
guardaban en la heladera.
Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les
recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los
comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el
cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera
de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a
Atlético San Martín por 2 a1.

En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y
al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo
Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que
la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1
a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron
a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.

El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba
repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que
Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era
fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles.
Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por
asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran
quietos.

El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las
rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el
empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y
todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se
tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y
malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y
Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal
porque no había infracción.

Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el
puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se
pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y
alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un
defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el
penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha
blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó
siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el
Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se
hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a
Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el
partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado
de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del
pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.

Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse
veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte
entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el
domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el
penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo
de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo
vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían
reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para
patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba
de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.

Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le
pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que
estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca
la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron
a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para
atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un
escarbadientes en la boca y dijo:

-Constante los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.
-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la
mesa.
-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a
dormir.
-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio
salir pensativo, caminando despacio.

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo
encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía
un perro con el rabo cortado.

-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.

-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó.

-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de
Belgrano.

-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y
silbó al perro para volver a su casa.

El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el
intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como
una sandía abierta.
Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.

-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado
de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.

A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a
fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la
cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la
vista.

El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a
pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio
vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que
atajara el penal, en el baile.

-¿Y yo cómo sé? -dijo él.

-¿Cómo sabés qué?

-Si me tengo que tirar para ese lado.

La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado
las bicicletas.

-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.

¿Y si no lo atajo? -preguntó él.

Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al
pueblo.

El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente,
per la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a
un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel
lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en
una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una
posta entre el estadio y la ruta.

El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del
Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había
quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte
metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de
Estrella Polar.

A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como
si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme
negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro
de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado
el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se
había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con
una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.

Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el
penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra
una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había
peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás
del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las
manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.

En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de
ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un
campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena
de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias
llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la
respiración.

Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los
dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del
pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la
pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían
cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después-
que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.

A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el
arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus
fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la
nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los
ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un
paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía
el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del
Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en
el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar
la pelota al córner porque había quedado picando en el área.

El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el
asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el
suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró
sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la
bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba
“¡no vale, no vale!”.
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el
desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino
y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los
mensajeros como una mueca atónita.

Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no
hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando
se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque
él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede
jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que
querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había
que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez
bajo el arco.

Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y
recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a
Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de
festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha
rodeados por la policía.


El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo
lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener.
Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos
del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que
miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija
de la calesita.

Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo
encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en
punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo
de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del
Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él.

Evité mirarlo a los
ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no
llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a
buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un
perro apaleado.

-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando
por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se
va a acordar de mí.